Marianela Vega, cuyo largo debut, el documental "Rodar contra todo" (2016), le llevó a explorar las vicisitudes de un equipo peruano de rugby sobre ruedas, distante de sus intereses aparentemente, aunque sin abandonar del todo la introspección, es una de nuestras cineastas más intimistas.
Sus cortos, principalmente documentales, que en algunos casos ya tienen más de 20 años y en otros superan la década y media, transmiten un mundo interior sensible y melancólico y la voluntad de revelarlo en mayor o menor grado, con menciones a su familia y a sus contradicciones y cotejos personales e intergeneracionales alrededor de su condición de mujer libre que aprende de las vivencias de sus antecesoras. Es el caso de "Conversations" I (2005) y II (2007), entre otros.
En su segundo largometraje, "El archivo bastardo", esa mirada vuelve actualizada y más profunda. Marianela experimenta el mayor paso del tiempo, una sensación de envejecimiento, un deterioro físico puntual que es una urgencia martillante para la gente de cine: mientras prepara la película va perdiendo la visión de un ojo. ¿Es una amenaza de quedarse ciega? ¿Es un plot irresistible para incluir en el relato? ¿Cómo afectaría su labor audiovisual, en lo práctico y expresivo, la grave disminución de su capacidad ocular? ¿Viendo menos podemos mirar(nos) mejor?
La autora, que ya había aparecido en sus cortos juveniles prestigiosos, aquí se reencuentra mucho más consigo misma y a su familia en el archivo que da nombre a la película, registro realizado por su padre, personaje espectral que graba entusiasta en los años lejanos de la adolescencia de su hija y que renuncia a seguir haciéndolo en los inciertos inicios de los años 90 cuando se queda sin trabajo. "Que Dios nos ayude" se escuchó en esa época.
Cierta providencia habrá ayudado a Marianela, que ha encontrado, al borde de la extinción, imágenes reveladoras en materiales desfasados, como si estuvieran también despidiéndose de su vigencia técnica y de la capacidad de ser aprovechadas para narrar historias y vistas, con un ojo o los dos de un público nuevo, coetáneo o joven, y cual cubo mágico ha podido armar la reconstrucción de fragmentos que perfilan su familia.
La mayoría de las escenas reciclan la herencia audiovisual paterna lúdica y en menor medida el filme infantil, precoz, que anticipaba el talento de la realizadora. Como siempre en su filmografía, se toma su tiempo Marianela para disfrutar y exprimir las sensaciones de ese tesoro recuperado, usando edición tranquila pero intervenida con palabras escritas en jovial letra digital a ambos extremos del encuadre, dejando vacío el centro que simula un silencio prolongado y a la vez un equilibrio gráfico. A su ritmo, al compás de un render sereno y sin prisa, Marianela sigue revisando, compaginando su vida y las que le rodean, en el formato presente y desde el pasado que guiña. (Gabriel Quispe Medina)
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