No era descabellado suponer que la demolición de los pocos avances que tuvo el país en los últimos años, a cargo de los congresistas. también llegaría al cine peruano, como ha sucedido.
Hasta cinco proyectos de ley de diversas bancadas se presentaron para modificar el marco legal vigente en el campo cinematográfico, el más perverso y promocionado de los cuales es el de Adriana Tudela. El pretexto esgrimido es una supuesta inconstitucionalidad en el Decreto de Urgencia 022 emitido por Vizcarra en los días posteriores al cierre del Congreso el 2019, pero como suele suceder con la derecha peruana, se valen de una media verdad para justificarse, omitiendo que ese proyecto ley ya había sido votado a favor por el pleno del Congreso anterior, y que la mayoría fujimorista impidió que, como dispone el reglamento se produjera la segunda votación. Mas allá de las formalidades legales, lo que importa son los argumentos de fondo, que trataremos de abordar en las siguientes líneas.
En la exposición de motivos de su propuesta, la congresista Tudela afirma que la intención de la actual norma cinematográfica “no es promover la inversión en el Perú gracias a la industria cinematográfica sino, únicamente, fomentar la creación de obras audiovisuales en favor de la cultura nacional, con prioridad en poblaciones específicas.” Sin defender la ley vigente, es innegable que ella y sus asesores no entienden, o confunden de forma deliberada, lo que es el cine, contraponiendo la “industria cinematográfica” con la “creación de obras audiovisuales”, que sería algo así como antagonizar la industria editorial con la escritura de los libros, que hacen parte de un mismo proceso.
El objetivo declarado es promover la inversión, especialmente extranjera, en el territorio nacional, acusando a la falta de incentivos locales y barreras burocráticas de haber obligado a realizar en Colombia la película Paddington en Perú. Se olvida mencionar que en ese país existen dos legislaciones sobre cine: la Ley 814 del 2003, que promueve lo que calificarían de “creación de obras audiovisuales” nacionales, y la Ley 1556 del 2012, para fomentar su territorio nacional como escenario para el rodaje de obras cinematográficas de todo el mundo. Esto último no existe en Perú porque durante mucho tiempo el Ministerio de Economía se opuso y a las autoridades locales no le interesaba concretarlo, aunque en meses recientes se constituyó un Grupo de Trabajo de representantes del Ejecutivo y gremios de cineastas para constituir una Film Commission, como en otras partes del mundo, que estimule con incentivos tributarios y facilidades administrativas la producción extranjera en el país, dando trabajo y experticia a los artistas y técnicos nacionales.
En otras palabras, no era necesario desvestir un santo para pretender vestir a otros, decretando que los pocos recursos presupuestales disponibles en el país para el cine peruano también se destinen a producciones extranjeras. Ello, sin tomar en cuenta que una productora como Paramount invierte más de 80 millones de dólares en la realización de “Transformers” en Cusco, mientras el presupuesto total anual que se destina para el cine peruano llega apenas a los 7 millones de dólares, que se distribuyen en varias producciones de diverso tipo y género, incluidos documentales y otras actividades relacionadas (festivales, preservación fílmica, etc.). Por esa razón el proyecto propone limitar el acceso a los estímulos al 50 por ciento del costo de la producción total, dejando fuera en la práctica a muchos que hacen sus películas con el ochenta o incluso el cien por ciento del presupuesto financiado por los concursos, empezando por el cine indígena, regional, independiente y experimental. También impide a los productores buscar más recursos tras el concurso, cuando en la realidad lo frecuente es que el monto asignado sea utilizado como una partida inicial para captar otras fuentes, en un país sin mayores fuentes de financiación a la cultura.
Sin embargo, cometeríamos un craso error si creemos que la motivación de la propuesta legal es jurídica o solo económica, a pesar de su filiación neoliberal. Es fundamentalmente ideológica, y parte de lo que la ultraderecha mundial llama la “batalla cultural”. Lo que está en disputa es el concepto del cine como un medio para expresar ideas y situaciones del país que les resultan incómodas y no son un mero negocio de embellecimiento para promover inversiones transnacionales. Debate tan antiguo como el que vivieron en su momento los neorrealistas italianos o Luis Buñuel en México, luego de dirigir Los olvidados, acusados de denigrar a sus países al exponer las miserias que vivían los más pobres.
El cine, se ha dicho, es el rostro de un país en su sentido más amplio, no únicamente exterior. No se puede confundir con la mirada turística, que tiene otros objetivos y públicos, utilitarios y comerciales. Si lo redujéramos a la postal tendríamos que dejar de lado innumerables filmes neoyorquinos, empezando por los de Scorsese, que muestran el lado obscuro de la famosa urbe norteamericana, o decenas de películas francesas que exploran el París interracial fuera de la Torre Eiffel o el rio Sena. Eso no quita que incluso películas no promocionales, como El Padrino 3, puedan servir como invitación para visitar la Ópera de Sicilia donde se produce el desenlace de la saga o el puente de Selma en Alabama, recordando la gesta por los derechos civiles que llevó adelante Martin Luther King Jr., que fue trasladada a la pantalla años después. Es que el devenir del negocio turístico es impredecible, como lo atestiguan los tours a Auschwitz y otros campos de concentración en Europa o a los restos de la zona cero en Hiroshima y Nagasaki, en Japón, como también los hubo en su momento a las inmediaciones de Chernobyl en Ucrania.
El otro objetivo de la ofensiva contra la cultura es la memoria e identifican a la producción fílmica nacional con el discurso de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que ellos niegan y acusan de “caviar”. Durante mucho tiempo fue leyenda urbana en redes sociales que en el cine peruano se privilegiaba una “temática terrorista”. La notoriedad en su momento de películas que abordaban el conflicto armado interno, como La boca del lobo (Francisco Lombardi, 1988) o Paloma de papel (Fabrizio Aguilar, 2003) lleva a ese equivoco, que por lo demás se repitió en países con gran violación a los derechos humanos como Argentina, Colombia o Chile. Se omite que el Comando Conjunto del Ejército también promocionó “su versión” del conflicto armado interno con Vidas paralelas (Rocío Lladó, 2008). Lo que más les irrita es que se hayan producido documentales sobre figuras de izquierda como Hugo Blanco o Javier Diez Canseco (que en el primer caso solo recibió financiación pública para la distribución alternativa). Si el cuestionamiento es por el contenido de esas y otras películas, es simple y vulgar censura como salida ante la impotencia para mostrar en la pantalla a sus propias figuras de derecha, ya que incluso el fantasioso proyecto denominado Justicia para Alan (Ernesto Carlín, 2023) fue deliberadamente producido con fondos propios y no presentado a los estímulos del Ministerio de Cultura para alegar después que se hizo sin fondos del Estado.
Lo que esta propuesta llama un “cambio de paradigma” es dejar de lado el apoyo al cine como expresión cultural para abocarse a la producción con fines comerciales, que tiene también el derecho de ser promovida pero no en desmedro de las otras expresiones; más aún tratándose de estímulos para la cultura por parte del Ministerio de Cultura, no del de Comercio y Turismo. Hablan de trato igualitario a la producción, sin tomar en cuenta que partimos de un mundo y un país desigual, donde el acceso al cine y las complejidades de la producción audiovisual no son iguales para todos, lo que explica que para buscar un cine inclusivo y democrático se instituyeran normas de discriminación positiva para el cine regional, y en lenguas originarias, que han permitido la realización de películas como Wiñaypacha (Oscar Catacora, 2018) o Willaq Pirqa (César Galindo, 2022), entre otras.
Para esta campaña contra los cineastas peruanos que han salido al frente de la propuesta, cuentan con toda la batería mediática, donde desfilan los mismos figurones neoliberales que repiten que se oponen a subsidios y beneficios del Estado para particulares, al mismo tiempo que promueven sin ningún rubor el régimen tributario y laboral especial para los agroexportadores. No queda claro, por cierto, por qué el estímulo que es malo y dañino para los productores de cine nacionales, si resulta bueno para los extranjeros. La coherencia no es su mejor atributo.
Era previsible, como decíamos al inicio, que la deriva autoritaria del actual gobierno, y sus socios intolerantes del Congreso, tarde o temprano iba a tocar a la cultura, incluyendo el cine, al que varios parlamentarios ya se habían referido de forma terruqueadora y macartista. Algunos cineastas creyeron que si no hacían mayores olas iban a pasar piola. Es claro que no fue así, porque la ofensiva de la ultraderecha es integral. Toca resistir en defensa de la libertad y sin aceptar ningún tipo de censura o restricción, bajo cualquier pretexto. Defendamos un cine plural y democrático, abriendo las anchas alamedas para tod@s, antes que entregarlas afuera sin mayor sentido, o simplemente restringirlas a unos cuantos, los amigos de siempre.
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